Por Armando Hart Dávalos
En el presente siglo XXI la cultura martiana, a partir de
su tradición humanista orientada en favor de los “pobres de la tierra”, puede y
debe desempeñar un papel clave en la evolución ulterior de las ideas y el
carácter del movimiento intelectual y espiritual. Todo depende de que los
cubanos seamos capaces de profundizarla en lo nacional y promoverla en lo
internacional, a la luz del legado del Maestro.
Recordemos que su larga permanencia en los Estados Unidos
le permitió descubrir cómo andaban divorciados en ese país el desarrollo
material y el crecimiento de la vida moral y espiritual, aunque él reconoció,
desde luego, las virtudes de la tradición democrática y liberal de
Norteamérica, pero mostró, a su vez, los peligros que representaba el
individualismo feroz y desenfrenado que allí existía, así como, el divorcio
entre el desarrollo económico, tecnológico y científico y los sentimientos de
solidaridad y de amor al prójimo, lo cual se presentó en la sustancia misma del
crecimiento imperialista, en la raíz más profunda del drama de nuestra época.
El colosal problema descrito por el Maestro ha llegado a
su punto culminante. La tragedia se halla en la incapacidad e impotencia del
sistema dominante en Norteamérica para responder a las responsabilidades
políticas y culturales que su poderío económico y militar les incita a ejercer.
Es en los Estados Unidos donde se halla la esencia del
drama contemporáneo. Como siempre sucede con los grandes imperios en su ocaso,
la irracionalidad y la torpeza aparecen en la superficie de un sistema que debe
ser transformado, pero en un sentido radicalmente opuesto a lo que desean los
que toman las decisiones de poder. El sistema jurídico internacional debe
sufrir transformaciones, pero a partir de las normas y leyes establecidas y
para ampliar la democracia y la participación de los pueblos y naciones en la
toma de decisiones.
Las necesidades de transformación están en dirección
contraria a los intereses de los que decretaron el fin de la historia y la
muerte de las ideologías. En todo caso estas afirmaciones sólo revelan la
incapacidad ideológica y la decrepitud histórica de la propia civilización que
ha prevalecido hasta aquí ¿No será que la humanidad necesita cambios? Que se
pueda o no, es otra cosa, pero los gérmenes de esas necesidades están a la
vista. Sí, hay que cambiar, pero no en el sentido conservador y reaccionario
con que suele abordar estos temas los líderes principales del establishment
norteamericano; porque la esencia del problema está, en que la potencia más
poderosa de la tierra no tiene fundamentos culturales para extenderse por el
orbe, sólo puede hacerlo de manera factual y esto no basta para crear, sólo
sirve para destruir.
Las civilizaciones que han logrado ampliar su dominio y
desarrollarse hacia latitudes distantes de sus centros de origen han debido
disponer de una tradición y de un espíritu fundacional basados en una cultura y
en sólidas instituciones como las que no disponen los Estados Unidos de
Norteamérica. Así ocurrió, por ejemplo, con la civilización grecorromana, que
se amplió por Europa y constituyó de uno de los pilares de la llamada cultura
occidental.
La civilización dominante en Norteamérica posee un
sentido pragmático de la vida que le sirvió para recorrer un camino de
incuestionable progreso, pero no ha forjado una cultura que posea la riqueza y
la capacidad indispensables para reproducirse y crear valores espirituales
duraderos, mucho menos en un mundo que en aspectos sustantivos tiene una mayor riqueza
cultural.
Por escandaloso que les parezca a los aldeanos vanidosos
que mandan en la superpotencia, ellos no poseen la cosmovisión universal
indispensable para entender el significado y la consecuencia de los nuevos
procesos de internacionalización de la riqueza que, con superficialidad, están
llamando globalización. Muchos de ellos ignoran el drama social que se incuba.
Esa civilización contiene gérmenes de fracturas serias, vale la pena estudiar
con rigor esta tragedia universal, en tanto involucra a todo el mundo.
La tendencia al aislacionismo presente en vastos sectores
sociales unido al pragmatismo de sus decisiones económicas y de su política
internacional, choca con las responsabilidades que supuestamente pretende
asumir en un mundo que no les resulta sencillo dominar. Lo mejor de la cultura
norteamericana está frenado por el individualismo feroz que se impone en ese
país, ajeno al sentido trascendente que se requiere para crear nuevos mundos.
Respetamos mucho al pueblo norteamericano y tenemos la esperanza de que
retomando sus mejores tradiciones pueda evitarle al mundo nuevas catástrofes
como las que desencadenan los círculos dominantes de su país. Una
revitalización de las ideas libertarias en el seno de la sociedad
norteamericana podría ser la solución. Pero con el sentido pragmático e
individualista, rechazando los paradigmas y los valores universales que la vida
humana ha creado sobre la tierra, no puede Estados Unidos hablar con propiedad
de que se convertirá en un modelo aceptable para el mundo.
En el pensar de los ideólogos conservadores de
Norteamérica, el empeño en favor de nuestra identidad es caracterizado como
negación de la democracia y de la libertad. No entienden otra cosa que la
exaltación a ultranza del individualismo, no se percatan de que se trata de una
trampa. Ella consiste en que tal exacerbación de lo individual significa la
negación de los derechos individuales de millones de personas.
Todo esfuerzo de integrar el pensamiento a un empeño
social y colectivo lo califican de totalitarismo. El liberalismo, nacido en la
lucha contra el despotismo feudal y monárquico, desempeñó un papel
revolucionario, pero no estamos en la Europa del siglo XVIII y principios del
XIX, sino en un mundo infinitamente más complejo. Es pura fantasía reaccionaria
hablar de democracia y libertad sin tener en cuenta las necesidades de los
miles de millones de seres humanos que habitan el planeta.
En fin, los Estados Unidos es una sociedad fragmentada
con una tradición de pensamiento liberal conservador que ofrece obstáculos a la
integralidad del pensamiento humano. En cambio, en América Latina y el Caribe,
se observa como tendencia más progresista, la aspiración a una integralidad que
conduzca a la acción en favor de la justicia. Esta es la genuina vergüenza del
hemisferio occidental.
Las diferencias entre las formas de pensar de los
intelectuales latinoamericanos y caribeños con las que se imponen en el seno de
la sociedad norteamericana están en que los primeros tendemos a la integración
y articulación de valores, elementos y componentes de la cultura, y en los
segundos se observa un proceso de atomización al que sirve de sustento el
pragmatismo. Tales diferencias tienen orígenes y causas históricas, económicas,
sociales y culturales.
Nunca se llegó a entender con el rigor necesario, ni
mucho menos extraerle sus consecuencias filosóficas y prácticas, el valor que
objetivamente posee el espíritu asociativo y solidario que tiene fundamentos
objetivos en la evolución natural que forjó y desarrolló al hombre y que marcó
su singularidad en el reino animal. Nunca fue suficientemente esclarecido y
objetivamente tomado en cuenta que la vida espiritual y moral tenía enormes
posibilidades de crecer sobre el fundamento de promover a un plano superior el
papel de la educación y la cultura. Los instintos de sectores, grupos, clases e
individuos se han opuesto siempre a la cabal comprensión de este propósito.
Obviamente, esta función de la cultura sólo se puede
resolver a plenitud cuando se articula con la ciencia, lo que únicamente es
posible con un concepto integral de cultura, caracterizándola como lo creado
por el hombre a partir de la transformación de la naturaleza y sobre la base de
una visión de fondo de sus raíces antropológicas.
La degradación y la fractura ética están en la esencia
del drama. Las revoluciones científico técnicas más importantes de los últimos
tiempos, la informática y la mediática, la biotecnología y la ingeniería
genética, han sido empleadas al servicio de los intereses creados, la humanidad
puede acabar por ese camino, cumpliendo en su totalidad la pesadilla de Orwell:
sociedades de zombies manipulados para la producción y el consumo.
La corrupción de las costumbres y los consorcios de la
droga marcan la impronta de la vida cotidiana en muchos países desarrollados, y
para mayor escarnio se le achaca toda la responsabilidad de esta última a las
zonas pobres productoras de la materia prima.
El más vasto proyecto de liberación humana emprendido en
la pasada centuria sufrió un colapso. Alguien me dijo que los cubanos éramos
náufragos del desastre, a lo que le respondí: los sobrevivientes nadamos hacia
tierra firme y somos los que más tenemos que contar. Las causas medulares de la
debacle tienen fundamentos culturales: la subestimación de los factores
subjetivos que denunciaron desde la década del 60 Ernesto Guevara y Fidel
Castro y por consiguiente de lo que se ha llamado superestructura y su
tratamiento anticultural.
Se pasó por alto a la cultura en su acepción cabal y por
tanto universal. Como consecuencia, se impusieron las pasiones más viles de los
hombres y no pudieron promoverse al plano requerido por la aspiración
socialista, sus mejores disposiciones. Esto en las condiciones de sociedades
que habían colectivizado las fundamentales riquezas generó el inmovilismo, la
inacción, la superficialidad y acabaron exaltándose los peores rasgos del
aldeanismo que estaba en el sustrato socio-cultural de aquellos países. Así perdió
toda realidad el llamado socialismo real. Pero lo que se derrumbó no sólo fue
el campo socialista sino el sistema de relaciones políticas vigente a escala
internacional en la segunda mitad del siglo XX.
Estos hechos constituyen una amarga enseñanza en la
historia de las civilizaciones ¿Tomará lección de ello la moderna civilización
occidental? ¿Tendrá recursos, imaginación y voluntad para entender que la
humanidad está aproximándose a límites que pueden ser insalvables? Hay un viejo
concepto que martilla en mi conciencia personal: la historia ha significado una
lucha abierta, aunque unas veces velada, entre explotados y explotadores y
siempre ha concluido con el triunfo de unos o de otros, o con el exterminio de
ambos. Trasládense estas verdades a las realidades y al análisis de los
procesos que actualmente transcurren y se tendrá la dimensión del drama que
pesa sobre el hombre en el presente siglo XXI.
La civilización occidental sólo puede salvarse del caos y
de la muerte exaltando sus más hermosas tradiciones espirituales y humanistas y
asumiéndolas en todas sus consecuencias, es decir, no en una forma simplemente
retórica y esquemática como suele hacerlo para servir al apetito insaciable de
unos cuantos, sino para defender los intereses de todos. Las clases
conservadoras y reaccionarias han hablado hipócritamente de humanismo y de lo
que debemos tratar es de que se aplique de verdad y para toda la población.
Cuba defiende su identidad en medio de la crisis de
valores éticos, políticos, e incluso, jurídicos, que se expresan en el inmenso
vacío y la angustia espiritual de la moderna civilización. Lo hacemos a partir
de una cultura, que Fernando Ortiz caracterizó como un ajiaco, es decir, la
síntesis lograda de una diversidad de procesos universales. Somos una
consecuencia histórica de los mejores ideales de la edad moderna. Cuando tales
valores han sido lanzados por la borda por el materialismo vulgar y grosero
impuesto en el mundo que llaman unipolar, nuestra Patria se yergue como
estandarte de la dignidad humana.
Para abordar tan complejos problemas, la sociedad cubana
de hoy exalta dos cuestiones: primero: la tradición ética que nos viene de la
historia desde principios del siglo XIX y que recorre casi dos centurias, y
segundo: la libertad, la igualdad y la fraternidad de todos los hombres y
mujeres de nuestro pueblo. Esto nos obliga a plantear el tema del desarrollo
económico y social, y a programar medidas con una cosmovisión socialista. Ética
y desarrollo económico integran una unidad sobre la que debemos trabajar
promoviendo lo uno y lo otro.
Con agudeza que a estas alturas nos sobrecoge, el reclamo
martiano parece un mandato de plena vigencia y palpitante perentoriedad, cuando
dijo: “Las redenciones han venido siendo teóricas y formales; es necesario que
sean efectivas y esenciales (...) El primer trabajo del hombre es
reconquistarse. Urge devolver los hombres a sí mismos”.
Educación, Ciencia y Cultura integran una identidad donde
se decide la lucha por el futuro de nuestra especie. Sin fortalecer este núcleo
programático nadie puede asegurar que en el siglo XXI una cadena de sucesos
dramáticos no desemboque en el último episodio de la historia del hombre.
Entonces sí se hará real el fin de la historia, proclamado una vez por un
tecnócrata de la postmodernidad.
Hay que asumir en todas sus consecuencias la idea
martiana ser cultos es el único modo de ser libres. Nunca ha sido más necesario
y apremiante entender el significado y el valor práctico de esta expresión
martiana. El país reclama que las personas de mayor sensibilidad, inteligencia,
conocimiento y cultura se integren en un esfuerzo común junto a todo el pueblo
para abordar los nuevos y complejos retos que tienen ante sí las ideas
revolucionarias, y que se revelan en el terreno de las ciencias sociales,
políticas, culturales y humanistas de una forma tan evidente y con peligros tan
graves y concretos que me hacen pensar si muchas veces en los debates que se
producen en torno a tales cuestiones en el seno de la sociedad, no estaremos
acaso discutiendo si son galgos o podencos.
Los desafíos políticos y culturales de carácter práctico
e inmediato nos exigen romper los moldes y esquemas heredados de una práctica
“socialista” que demostró objetivamente su ineficacia, y enfrentar nuestros
deberes dentro del país y los que nos imponen las realidades internacionales,
con aquel pensamiento martiano: Injértese el mundo en nuestras repúblicas, pero
el tronco ha de ser el de nuestras repúblicas. Obsérvese que se trata de un
mandato y para esto es necesario que reconozcamos que han cambiado radicalmente
las reglas de juego en el debate internacional de las ideas.
La tradición de cultura ética de la política cubana, que
fue precisamente factor decisivo en el desarrollo de la Revolución desde los
tiempos del Moncada, es una fuerza de incalculable dimensión para el curso
ulterior de la misma. Cuando el Apóstol convocó a la guerra necesaria, le
pareció absurdo que con la alta misión que el porvenir le tenía reservado a
nuestro país en América y el mundo hubiese cubanos que atasen su suerte a lo
que él llamaba monarquía podrida y aldeana de España. Hoy me he confirmado en
la convicción martiana acerca de las posibilidades que la cultura cubana tiene
en el presente y para el porvenir, me comprometo antes ustedes, lectores de Por
Esto!, a continuar profundizando en estas ideas hacia el futuro.
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